Se necesita fantasma
Yo siempre había querido vivir en un castillo. Así que cuando leí en un anuncio que se había puesto un castillo a la venta, no me pude resistir. Era una mansión llamada Goresthorpe Grange.
Tenía casi de todo: aberturas por donde disparar flechas, artefactos para verter plomo derretido sobre las cabezas de los visitantes... Hasta un foso. Eran detalles encantadores, desde luego; pero faltaba algo. Carecía de fantasma.
Yo soy de los que creen firmemente en lo sobrenatural; así que di por supuesto que un viejo castillo como Goresthorpe Grange tendría al menos uno. Desgraciadamente me equivoqué.
Durante mucho tiempo esperé inútilmente. Cada ruido extraño me provocaba un escalofrío. ¿Serán fantasmas esos ruidos? Pero no. Siempre había alguna explicación.
¡Cuánto deseaba oír en mi casa los lamentos y gemidos de algún alma en pena! ¡Cuán injusto me parecía que la casa de mi vecino tuviera un espectro respetable y que él, encima, no lo valorase!
Finalmente, no pude aguantar más. Me decidí a traer un fantasma a Goresthorpe Grange. Pero ¿cómo? Yo había leído que la mayoría de los fantasmas son consecuencia de un crimen. Le pregunté a mi mayordomo si le importaba darse muerte él, o asesinar a alguien, a fin de conseguir el ansiado fantasma. Pero mi proposición no le hizo ninguna gracia.
–Ya sé lo que vamos a hacer –dijo un día Matilde, mi mujer–: pediremos que nos manden un fantasma de Londres.
Una tarde se detuvo un coche ante la puerta. Bajé corriendo a recibir al señor Abrahams. Casi esperaba descubrirle en el interior del coche en compañía de un surtido de fantasmas.
Abrahams era un individuo fuerte, bajo, rechoncho, de ojos chispeantes y sonrisa ancha y alegre. Todo lo que traía consigo era un maletín de cuero. Nos saludó a mí y a mi mujer, que acababa de unirse a nosotros.
Le conduje arriba, donde nos esperaba la cena. No quiso separarse de su maletín. Sus ojillos se iban volviendo a un lado y a otro, fijándose en cada uno de los muebles ante los que pasaba.
Ya retirada la mesa, el señor Abrahams entró en materia.
–Así que quiere un fantasma, ¿eh? –preguntó–. Pues no ha podido encontrar persona más indicada para el caso que yo. Yo y mi maletín.
–¡No irá a decirme que lleva los fantasmas en el maletín! –comenté.
El señor Abrahams sonrió.
–Tenga paciencia –dijo–. Usted proporcióneme el lugar y la hora más convenientes, que con esta esencia de Lucoptolycus que llevo aquí podrá elegir el fantasma que quiera.
Entonces se sacó un frasquito de un bolsillo del chaleco, que contenía un líquido incoloro .
–Vamos a empezar a la una menos diez de la madrugada –prosiguió–. Hay quien prefiere las doce; pero la mejor hora para escoger espíritus es la una menos diez.
El señor Abrahams se puso en pie.
–Y ahora, sugiero que efectuemos el recorrido de la casa, y me permita escoger la habitación más indicada para llevar a cabo el sortilegio . Unas son mejores que otras.
El hombrecillo inspeccionó cuidadosamente todas las estancias y corredores. Finalmente se detuvo en la sala de banquetes.
–¡Este es el sitio ideal! –dijo, danzando alrededor de la mesa como un duendecillo–. Aquí hay espacio de sobra para que circulen los fantasmas. Déjeme solo para preparar la habitación, y vuelva a las doce y media.
Bajé al salón, a sentarme con mi mujer. A través del techo oíamos cómo el señor Abrahams cruzaba la habitación, cerraba la puerta con cerrojo, y arrastraba un pesado mueble en dirección a la ventana. Oímos el chirrido herrumbroso de las bisagras al abrir la ventana. A mi mujer le pareció que el señor Abrahams hablaba en voz baja. Probablemente invocando a los espíritus.
A las doce y media subí a ver a mi visitante. No había el menor indicio de que hubiesen movido mueble alguno.
–Tiene usted que beberse la esencia de Lucoptolycus –dijo el señor Abrahams–. Vea lo que vea, no debe hablar ni moverse; de lo contrario se romperá el sortilegio.
Me senté donde me decía. El señor Abrahams cogió un trozo de tiza y trazó un círculo a nuestro alrededor, en el suelo. A lo largo del círculo dibujó figuras misteriosas. Luego pronunció una larga retahíla de palabras extrañas, sacó el frasquito de Lucoptolycus y me lo tendió para que bebiera. El líquido tenía un olor ligeramente dulce. Hice una pausa antes de beber, pero a continuación lo apuré de un trago. No tenía mal sabor. No experimenté ningún cambio en mí. Me recosté en mi butaca y esperé a ver qué pasaba.
El señor Abrahams salmodió unas palabras más. Empezó a entrarme un calorcillo agradable, y sopor . Por mi cabeza desfilaron todo tipo de pensamientos placenteros. Justo cuando estaba a punto de dormirme, se abrió la puerta del otro extremo de la sala.
Giró lentamente sobre sus bisagras . Yo me incorporé en mi butaca, agarrándome a sus brazos. Me quedé mirando el oscuro pasillo con ojos horrorizados. Se acercaba algo borroso y confuso. Lo vi transponer el umbral en silencio. Un soplo de aire gélido barrió la sala y me heló el corazón.
Una voz que sonó como el viento dijo:
–Yo soy la presencia invisible. Estoy aquí y no estoy. Yo provoco escalofríos y exhalo suspiros. Llevo la muerte a los perros. Elígeme.
Fui a hablar, pero las palabras se me ahogaron en la garganta. La figura cruzó la estancia y se desvaneció en la oscuridad.
Volví otra vez la mirada hacia la puerta. Ante mi asombro, entró una viejecilla cojitranca y se agachó junto al círculo de tiza. Tenía una cara horrenda. Jamás en la vida se me olvidará.
–¡Ah! ¡Ah! –chilló, levantando unas manos que más parecían garras–. Yo soy la vieja malvada. Mis ropas son repugnantes. Yo maldigo a la gente. El mundo me odia. Mortal, ¿quieres ser mi dueño?
No bien negué con la cabeza, se volvió hacia mí con su muleta y desapareció con un grito.
Al instante entró un hombre alto de noble aspecto. Tenía la cara mortalmente pálida, aunque enmarcada con abundante cabello negro que le caía ensortijada hacia la espalda. Iba vestido de raso amarillo, y llevaba ceñida una espada al costado. Cruzó la estancia con paso majestuoso.
–Yo soy el caballero –dijo con voz agradable–. Ensarto y me ensartan. Hago sonar el acero de mi espada. Esta mancha sobre el corazón es de sangre.
Saludó con una inclinación y se esfumó.
Apenas hubo desaparecido, un intenso horror se apoderó de mí. Y es que un ser invisible pero espantoso llenó la estancia con su presencia, y se puso a decir con voz temblorosa que emitía como si se tratara de ráfagas de viento:
–Yo vago por los corredores. Yo soy el que deja huellas de pisadas y salpicaduras de sangre. Hago ruidos extraños y desagradables. Robo cartas y agarro a la gente por la muñeca con una mano invisible. También lanzo risotadas horripilantes. ¿Quieres oír una ahora?
Antes de que yo pudiese decir nada, lanzó un horrísono bramido que hizo retemblar la estancia. Y a continuación desapareció.
Un débil frufrú de vestidos me anunció la llegada de otro fantasma. Alcé los ojos. Entró flotando una hermosa joven. Vestía en un estilo anticuado. En su rostro había huellas de pasión y sufrimiento. Avanzó con leve ruido y, volviendo sus ojos bellos y tristes hacia mí, dijo:
–Yo soy la hermosa lastimada. He sido engañada y olvidada. Yo recorro los pasillos gritando por las noches. Tengo muy buen gusto. ¿No prefieres escogerme a mí?
Su voz encantadora se apagó y sonrió al tiempo que se desvanecía ante mis ojos. Esta sonrisa resolvió la cuestión.
–¡Ella puede servir! –exclamé–. ¡Elijo este fantasma!
Al dar un paso en su dirección, crucé el círculo mágico del suelo.
–¡Nos han robado!
Estas palabras cruzaron varias veces por mi cerebro, antes de que llegara a comprenderlas. Sonaron como una nana: «Nos han robado, robado, robado...»
Una violenta sacudida me hizo volver en mí. Me descubrí tendido en el suelo, boca arriba, con un frasquito de cristal en la mano.
–¡Nos han robado! –repitió Matilde, sacudiéndome de nuevo por los hombros.
A través de la niebla de mi cerebro, empecé a recordar lo ocurrido durante la noche: la puerta por la que habían entrado los fantasmales visitantes. El círculo de tiza con los signos mágicos. Pero ¿dónde estaba el señor Abrahams? ¿Y qué significaba esa ventana abierta con una cuerda colgando hacia afuera? ¿Y dónde estaban mi bandeja y mis candeleros de plata?
No he vuelto a ver más mis objetos de valor ni al señor Abrahams. Según la policía, el señor Abrahams no era otro que Jemmy Wilson, un famoso ladrón.
Mi médico me explicó la razón de los fantasmales visitantes que vi: analizó las gotas que quedaban de la «esencia de Lucoptolycus». Determinó que la poción era un fuerte sedante que ocasionaba visiones. Dado que yo había esperado ver fantasmas, mis sueños habían sido enteramente fantasmales.
No hace falta decir que he perdido por completo mi pasión por los fantasmas.
Arthur Conan Doyle : «Se necesita fantasma» (texto adaptado).
Arthur Conan Doyle (1859-1930) fue un escritor y médico británico conocido en todo el mundo por ser el creador del célebre detective Sherlock Holmes. Entre sus obras más famosas destacan Estudio en escarlata , El signo de los cuatro , Las aventuras de Sherlock Holmes , El sabueso de los Baskerville , etc. Además de estas novelas, escribió muchos relatos entre los que se encuentra este divertido Se necesita fantasma , relacionado con el interés del propio autor por los médiums y el espiritismo.